“El pueblo ya vivido”

ESTAMPAS DE MI CIUDAD

Lic. Hugo Varela Brown

Redacción

El inexorable pasaje del tiempo, que a cada minuto va marcando una huella deja su estampa en momentos ya lejanos donde aún no se hablaba de contaminación ambiental ni de matrimonios gay –por más que siempre hubo- del siempre mal definido y muy utilizado “stress”, con el cual se juega hoy entre realidad y fantasía.
Eran tiempos donde las tablets eran trompos silbadores y los celulares se hacían con dos tarros de royal con hilo de cometa, para escucharse a una prudencial distancia, los libros eran de papel con tapas duras, no estaban dentro de una pequeña “caja” en la cual se aprieta un botoncito y la mágica palabra “google” te convierte en el tipo que todo lo investiga, para el cual ya no hay secretos… antes “encarnado” en enciclopedias, diccionarios, atlas geográficos y políticos, y en los viejos textos de nuestras queridas escuelas públicas.
Eran épocas en los que el polémico uso del tiempo presente era fácilmente aprovechado en un sinfín de actividades, pasatiempos, diálogos de mate amargo y boliche de trucos y torneos de bochas que tartamudeaban por su propio desgaste…
”El pueblo ya vivido” coincide con la vida de generaciones en las que la sociedad de consumo corría a un ritmo muchísimo más lento y apacible, donde la competencia de quien hacía el mejor viaje en vacaciones o lograba cambiar el auto en menos de un año y viajar a la casa en la playa, se veían como elementos de sociedades lejanas, de competencias de mercado en otros mundos que no eran los nuestros, a excepción de las posibilidades que tenían privilegiadas minorías.
Eran tiempos donde el ritmo de la vida corría como el pelotón de las Mil Millas Orientales, a ritmo lento y muchas veces con el viento en contra, caminos de tierra y barro, donde los maestros rurales llegaban descalzos a sus escuelas, competencias de cometas caseras, campeonatos de bolita y balines, días de la quema de cubiertas en los barrios para festejar San Juan y San Pedro.
En esos “mundos” porongueros y de otras zonas no se conocía ni se festejaba Hallowen, las leyendas de brujas eran todas caseras, de personajes locales, de lobizones de barrio que salían los viernes en noches de luna llena.
“El pueblo ya vivido”, no era ni mejor ni peor que el actual, era tan sólo “otro pueblo”, con otros tiempos, con el vínculo amistoso y pintoresco que aportaban los tablados de barrio, los corsos populares, el juego con agua del “otro carnaval”. Allí estaban presentes los amigos, compañeros, vecinos y familiares que llegaban los domingos de tarde a compartir un mate dulce con tortas fritas y un festejo navideño sin muchos ruidos pero con muchas luces. No podemos dejarlo que “muera”, ni que esta sociedad de consumo, donde el individualismo es promovido desde el marketing capitalista, todo lo envuelve y lo convierte en competencia de lucro y compra, que luego de usarlo lo tira en un vertedero de desperdicios.
Eran los tiempos del poeta Fonseca en las escuelas de barrio, de Salvador Peláez orientando manualidades los viernes en las aulas de las Escuelas 1, 2 y 3, de las clases de canto luego del recreo una vez por semana, de las campanillas manuales que indicaban el comienzo del recreo… son nuestras mismas escuelas que hoy siguen estando allí, con sus mismas fachadas, con sus salones cargados de vivencias y anécdotas de un “pueblo ya vivido” pero jamás olvidado.
Roy Rogers, El Llanero Solitario, Red Ryder, Tarzán, Bufallo Bill, el Fantasma, Superman, Batman y Robin, Lorenzo y Pepita eran los personajes que se codeaban -a través de las revistas que traía el Hugo Llanes- con la gurisada que utilizaba el trueque y el torneo de bolitas para ganar revistas, cuando más nuevas mejor. Eran compañías inseparables de los días lluviosos, de las gripes en cama, de las reuniones barriales en los baldíos donde pastaban las vacas lecheras de vecinos que pastoreaban con su varita de mimbre en la mano.
El “pueblo ya vivido” venía con “La Idea Nueva” de la mano -protagonista y fuente documental de nuestra historia- de la misa de los domingos, de la retreta en la plaza, de los carritos de helados que pululaban por las soleadas calles de un verano somnoliento y de escaso movimiento. Allí estaban, tal vez un poco más adelante en el tiempo, la vieja Capenamanvi, la murga del Cuartel, el Cuartel de Bomberos con poca actividad donde las sirenas al ulular, avisaban para que una caravana de bicicletas, carros y motos viejas, acompañaran al “carro” para ver donde era el incendio.
Imposible olvidarnos de los festivales del Aero Club -que hoy lleva con hidalguía el nombre de nuestro gran compañero Juancito De Salvo-, allí donde el “Mono” Cantera se tiraba en paracaídas, que el pueblo seguía con singular expectativa desde cualquier barrio.
Épocas de comadres y llorones en los velorios, de luto obligatorio en las mujeres y en los hombres, de la majestuosa y asustadora carroza de caballos negros de Walter Listur.
El “pueblo ya vivido” podría seguir uniendo eslabones a la larga cadena de recuerdos… sin olvidar los tiempos del ferrocarril a Durazno y de Mustafá rodeado de gurises canillas, complementando sus tiempos lustrando zapatos en la agencia Onda y en la Plaza Constitución.

Trinidad
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