Pablo Neruda vive

Mirtana López

Columnista

En los terriblemente oscuros días posteriores al golpe de estado del 11 de setiembre de 1973, murió Pablo Neruda en Chile. Solo entonces dejará de buscar a “esa otra viajera sureña que ha tenido tantas veces a su lado y ha perdido tantas veces por los caminos del mundo, esa mujer definitiva que es también la madre, la tierra, la patria, la única residencia perdurable de este viajero inmóvil”, según había dicho Emir Rodríguez Monegal.
Sus amigos, Matilde Urrutia, su chofer, el médico tratante, aseguraron que: “Pablo murió de cualquier cosa, menos de cáncer”. La policía de Pinochet tenía sus procedimientos; se sospecha de una inyección que le puso un desconocido, la tarde anterior. Las investigaciones han llevado al propio gobierno chileno, por primera vez, a aceptar esta explicación con grandes posibilidades de ser verdadera.
Estas notas en la prensa de estos días, incluidas junto a las noticias de actualidad, genera una reflexión ineludible: Qué grandeza la del poeta para, 43 años después, seguir luchando contra las sombras. No otro sentido alcanza hoy un poema de “Residencia en la tierra”, al que no entendía demasiado y que busca su lugar en la memoria: Yo estoy de pie en su espuma y sus raíces, / yo lloro en su follaje y en sus muertos, / acompañado de sastres caídos / en medio del invierno deshonrado, / yo subo escalas de humedad y sangre / tanteando las paredes, / y en la congoja del tiempo que llega / sobre una piedra me arrodillo y lloro.

En mayo de 1953 se realizó en Santiago el Congreso Mundial de la Cultura. Asistieron, por ejemplo, Jorge Amado, Nicolás Guillén y Diego Rivera. Neruda dijo un discurso muchas veces citado y recordado. Habló allí del ideal de la poesía, al amparo y bajo la inspiración de Walt Whitman. Estamos cavando, descubriendo y tallando la gran estatua de América. Queremos lavar las manchas de sangre y de martirio que en todas las épocas han salpicado su estatura. Queremos espléndido su rostro entre los grandes mares, lleno de luz y alegría. Queremos dar a sus ojos una expresión, un sentido inolvidables. Queremos poner en su boca las más nobles palabras.
Es la primera vez que habla de sus tres años de exilio, dentro y fuera de Chile. Él, perseguido, se escondía y preparaba el Canto General. La sabiduría premonitoria de sus palabras no es menor a la bondad de la que nacen: Me parece que aquellos días eran sombríos para los chilenos. Yo encontré que trabajar en mi poesía era cavar en el túnel oscuro por el que pasábamos, era marchar hacia la luz. (…) Yo pienso que escribimos para un continente en que todas las cosas están haciéndose, y sobre todo, en el que queremos hacer todas las cosas. Nuestras gentes están recién aprendiendo profesiones, artesanías, artes y oficios. Por lo menos, recobrándolos. Nuestros antiguos picapedreros, escultores y cerámicos, fueron casi exterminados por la conquista. Nuestras ciudades tienen que reconstruirse. Necesitamos casas y escuelas, hospitales y trenes. Deseamos tenerlo todo. Somos naciones compuestas por gentes sencillas que están aprendiendo a construir y a leer. Para estas gentes sencillas escribimos.

Más adelante, vuelve al tema: Escribimos para gente tan modesta que muchas veces, muchas veces, no sabe leer. Sin embargo sobre la tierra, antes de la escritura y de la imprenta, existió la poesía. Por eso sabemos que la poesía es como el pan, y debe compartirse por todos, los letrados y los campesinos, por toda nuestra vasta, increíble, extraordinaria familia de pueblos.
En ese discurso llega a una verdadera profesión de fe. Y lo hace citando a nuestro país: Hace tiempo, en el Uruguay, un joven crítico, (…) me dijo que mi poesía se parecía más que ninguna otra a la de un poeta venezolano. Yo no sé si ustedes van a reírse cuando escuchen el nombre de este poeta, pero yo reí de buenas ganas. Es Andrés Bello. Y bien, es Andrés Bello cuyo nombre decora esta sala junto al de Sarmiento, quien comenzó a escribir antes que yo mi Canto General. Son muchos los escritores que sintieron primordiales deberes hacia la geografía y la ciudadanía de América. Unir a nuestro continente, descubrirlo, construirlo, recobrarlo, ése fue mi propósito. Hablar con sencillez era el primero de mis deberes poéticos. Los antiguos pensadores patricios, adustos como Bello, que como rector no fue un oportunista ni un cobarde, o como Rubén Darío, cascada inalterable del idioma, nos indicaron este camino de sencillez y de construcción continental que ahora nos reúne. Porque quisiera dejar bien dicho que para los poetas, América o claridad deben ser un solo nombre equivalente.

Pinochet y sus crímenes podrán ser olvidados algún día. El pensamiento y la palabra del poeta Neruda resuenan con mayor claridad cada día.

Las citas provienen de “El viajero inmóvil. Introducción a Pablo Neruda” de Emir Rodríguez Monegal.