“Errar es humano”

ESTAMPAS DE MI CIUDAD

Lic. Hugo Varela Brown

Redacción

Ha sido la Herrería un difundido oficio, de habilidad sin par, de manos fuertes, brazos musculosos hechos en el martillar diario en el yunque; como tantos otros: peluqueros a domicilio, lustrabotas, “pelo y barba”, gitanos de casa en casa, han ido dejando paso a la “modernidad”, con otros elementos de mayor sofisticación y practicidad. Bajo ningún concepto podemos afirmar que no hay más herreros, aunque si es muy fácil percatarse que cada vez van quedando menos, hasta casi desaparecer, pues el oficio ha pasado a las propias estancias hecho por la peonada.
En nuestra Trinidad por las décadas en la que iba desapareciendo el “Estado de Bienestar” había uno en calle Lavalleja casi Inés Durán, de Juan C. Sosa, quien tenía varios hijos, un amplio patio detrás de unos árboles con entrada preparada para carros de gran porte, con su mameluco ya gastado de color azul, los domingos apagaba el fuego de la herrería y prendía el del asado ovino con chorizos de rueda que vendía el ‘Chiche’ Domínguez a precios de oferta.
Otro se ubicaba en la zona del Parque “viejo”, lo recuerdo al verlo cuando íbamos a jugar al fútbol en las canchas de alto “césped” (léase pasto y cardos) del Parque, y otro a la salida del pueblo, camino al Cementerio, hacia Ruta 57, éste estaba ubicado en la ruta de las tropas que eran trasladadas a la Fomento, tenía una segura clientela por su ubicación, incluso contaba con cuatro empleados para sostener las patas de los equinos y colocarles bozal cuando eran algo indómitos.
Una de las más tradicionales era la dirigida por Don Sabina en Independencia y Santísima Trinidad; funcionaba en el patio de la casa de la familia que era de ladrillo, sin pinturas, techo de zinc, grandes transparentes y enredaderas bajo las cuales el herrero trabajaba la mayor parte del día.
Don Sabina era de complexión fuerte, manos moldeadas por el oficio emprendido, bigote ya entrando en canas, tabaco armado con hojilla marca Job o Jaramago, según su grosor; tenía una numerosa familia, mayoritariamente femenina que era muy bien considerada en el barrio.
Al irse eliminando el pasaje de las tropas por los suburbios porongueros, sustituidos los troperos por los camiones transportadores del ganado, la lejanía de las tropillas de caballos, algunas vistas sólo en la Sociedad de Fomento, hicieron que las herrerías fueran perdiendo vigencia -comparativamente hablando-.
Eran clientes seguros dentro de la ciudad, los caballos de la funeraria de Walter Listur, los que tenía la Panadería Caorsi en sus jardineras de reparto de pan, los numerosos lecheros a domicilio que se veían en los barrios porongueros, verduleros, vendedores de leña, fleteros en el acarreo de arena, etc. Eran también la herrería una “pulpería” improvisada donde en la espera del turno se mateaba de lo lindo, se piropeaban gurisas que pasaban en bicicleta y de vez en cuando se armaban improvisados partidos de fútbol con pelota de goma y arcos hechos con zapatillas rancheras (las de color negro y blanco a rayitas). Cuando llegaba el atardecer, se encendía otra vez el otro fuego: parrillero, para degustar una falda de segunda con vino tinto, del que venía en damajuanas, de cinco y diez litros de la vieja marca San Luis, algunas de las cuales al venderse suelto se corría el riesgo de que fuera “bautizado con agua bendita” por algunos inescrupulosos bolicheros… “pa’ estirarlo…”, como decían.
Para mantener la familia la lucha era diaria, no había descansos, se pasaba por etapas de poca “entrada de caballos”, que había que rellenarlas con alguna changa de albañilería o podas de árboles.

En Estampas de mi Ciudad, evocamos la Herrería como claro ejemplo de un oficio en extinción como tal, en el cual se agrupaban apurados jinetes troperos y carruajes de tiro, en las épocas de los carros con cuatro equinos, como tenía Estefan en sus repartos a domicilio.
En el marco de una época ya pasada, ha quedado como símbolo irrefutable uno de los oficios con mayor auge que se desarrolló en los años de las décadas del ‘50 y del ‘60, en plenos gobiernos colegiados en sus primeras experiencias… -más allá de una realidad que aún pueda verse en algunos puntos de nuestro Uruguay-.
El mensaje que nos han dejado en forma indirecta un oficio noble y de duro trajinar, lo reflejamos en el título de esta nota: “Errar es humano”.
La Herrería… centro social de paso, donde siempre había un vaso de vino asegurado y un pedazo de mortadela de la barata con galleta de Caorsi para los clientes que a veces recorrían largas distancias hasta llegar a destino.

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