La carne para el día
POR EJEMPLO…
Textos de
FACUNDO
Al menos, era una costumbre cuando yo era pequeño y el hecho –aunque hoy parezca poco lógico- se justificaba entre la gente de escasos recursos y que, por lo general, vivía en los barrios.
Los muchachos, por su mera condición de hijos, estaban afectados a la función de hacer “los mandados”, tarea que implicaba ir a la panadería, al almacén de ramos generales, a traer la leche de la casa de un vecino que tenía alguna vaca, a comprar verdura fresca de los muchos quinteros que hacían su huerta. Y… por supuesto, traer la carne para el día, lo cual es el motivo de esta semblanza. Porque la ida a la carnicería era cosa diaria en la mañana, que tal vez se repitiera en la tardecita, y porque las comidas “fuertes” lo eran el almuerzo y la cena, en los cuales su principal ingrediente era la carne. El puchero y el guiso iban a la cabeza en el menú semanal de los hogares más humildes, en los cuales el único “electrodoméstico” acaso fuera la radio a lámparas, siendo la heladera una cara aspiración. De hecho, en mi casa, el viejo adquirió la heladera cuando yo empezaba mi adolescencia…
Lo cierto es que, al promediar la mañana, o al caer la tardecita, era muy común ver a muchachuelos yendo a la carnicería y regresando con el puchero, “la marucha”, o “la picada”. Y lo curioso, que el recipiente era… un plato -ya de loza, ya esmaltado- dado que en ese entonces, las bolsas de nilón o similares aún no se habían impuesto.
Obviamente, un plato en las manos era tentación para tomarlo como volante de un auto y por eso, ¡cuántas veces se veía a “botijas” vistiendo pantalones cortos, imitando al entonces, famoso Juan M. Fangio (o algo más atrás al uruguayo Supicci Sedes) camino a la carnicería, desdeñando el riesgo de que el plato escapara de sus manos!
No recuerdo haber sido protagonista de una escena similar, puesto que la compra de la carne siempre estuvo a cargo de los mayores (“a los muchachos el carnicero les da cualquier cosa”, nos decían) o porque en mi casa no se compraba carne en el barrio, sino en el “corralón municipal”.
Hoy en día, me atrevo a asegurar que casi nadie visita diariamente las carnicerías. En los hogares, la carne se congela por meses; en la dieta existen sustitutos para la misma, y en definitiva, cuando se compra fresca, el plástico es el recipiente obligado para transportarla.
Con el paso del tiempo, la heladera, la bolsa de polietileno, otras formas de acceder a los comestibles y (aunque se cuestione) una distinta condición socio-económica, se fueron confabulando para que la carne no fuera de compra diaria y contenida en un plato. De todas maneras…
siempre, recordar es grato,
y evoco con simpatía,
cuando la carne del día
se iba a buscar en un plato.
Por supuesto, eran muchachos
los que hacían esos deberes
y en el camino eran quienes,
con sus brazos por delante
y el plato como volante,
se creían Supicci Sedes.
Los con ceniza en sus sienes
sabrán de qué estoy hablando
-del por qué, del cómo y cuándo-
porque el recuerdo no muere.
Existían los “vintenes”
y el puchero o pulpa eran
para el almuerzo y la cena
-por supuesto, para el día-
porque entonces, no existían
ni el “freezer”, ni la heladera…