Las damajuanas…

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Textos de 

FACUNDO
Sí, todavía se las ve, aunque seguramente, sin cumplir con su misión original. Ahora están como reliquias, dormidas en ese “estatus” de jerarquía al que llamamos “antigüedades”. Límpidas, brillantes, transparentes; paradójicamente “jóvenes” y “desocupadas”. Pero, ¡vaya si deben de haber trabajado en sus épocas de auge! Me refiero a las damajuanas de vidrio protegidas por un canasto de mimbre, especialmente las de diez litros, amas y señoras del “néctar de los dioses” y qué por defecto, en los boliches de barrio se convertían en contenedores del “alcohol azul”, el aceite de cocina, o el querosén.
Por supuesto, con su “pico” cubierto rigurosamente por un tapón de corcho. Al menos, son los lejanos recuerdos que tengo del “boliche” de Leandro Islas (a escasos metros de mi casa) o del lechero Robledo, en la esquina de 25 de Agosto y Batlle.
Hasta donde van mis recuerdos, mi madre tenía dos damajuanas; una más “vieja” que la otra, y entrecomillo lo de “vieja” porque lo juzgaba por el estado de su canasto. En la primera, se guardaba el querosén para el “primus” y la segunda se reservaba para los líquidos más “delicados”, o para trasvasar otros de compra o uso esporádicos. Primero, deben haber estado en algún lugar de la cocina, pero las recuerdo colocadas contra la pared de una piecita-depósito, protegidas por un cajón de madera colocado “de canto”.
Lo cierto es que “la vieja” siempre tenía en la punta de la lengua la advertencia: “¡Cuidado con las damajuanas!”, ante el permanente riesgo que significaban nuestras andanzas de chicos.
Creo que “sobrevivieron” milagrosamente. No así alguno de sus canastos, el que fue sustituido ingeniosamente por un “forro” de gruesa tela o arpillera.
No me pregunten por el definitivo destino de esas damajuanas, aunque es probable que vieran su fin en el galponcito de un terreno (contiguo a mi casa paterna) y que mi progenitor comprara a Don Cipriano Rodríguez.
Debo confesar que hoy día, he visto muchísimas damajuanas, la mayoría en ferias de barrio expuestas para la venta como “antigüedades”. Y las observo, no ya como cosas inanimadas, sino como verdaderos sobrevivientes que rescatan a nuestra infancia de las garras del olvido, pero que también nos instalan en la línea del tiempo para decirnos cuán lejos ha quedado nuestra etapa de niños.
El bidón de plástico, descartable y casi indestructible, “se pavonea” formando fila en los estantes de supermercados y comercios. No sospecha que en la mente de quienes tuvimos en nuestras manos una damajuana, ésta ha quedado -frágil sí- pero delicada en sus formas femeninas, casi sensual y llena –no ya de líquidos- sino de eso que se llama nostalgia, que tanto nos alimenta, sobre todo, en cierta etapa de la vida.
Eras como una “vedette”
en los “boliches” del barrio,
destacada entre el muestrario
de botellas y paquetes.
Con rigor, a tu gollete
con un corcho lo tapaban
y en mí permanece clara
la advertencia de “la vieja”
que tenía “entre ceja y ceja”:
“¡Cuidado las damajuanas!”.

Los bidones, hoy se ufanan
presumidos y arrogantes,
desafiando en los estantes:
“a irrompibles no nos ganan”.
Pero, no tienen la fama,
ni se cuidan como a un lirio,
como -cuando yo era un niño-
se cuidaba y admiraba
a la esbelta damajuana
que seducía con su vidrio…

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