Lo que Varela nunca soñó

INFORME

José V. Andrade
Redacción
En cierta oportunidad, leí que el desaparecido líder sudafricano Nelson Mandela expresó –palabras más, palabras menos- que “la educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo”. Fuera de contexto, la frase puede lucir como de notoria simplicidad. Sin embargo, aludiendo a lo complejo, abrumador y en muchos casos a lo intemporal de los problemas políticos y sobre todo, sociales que aquejan al mundo, sus palabras deben resonar con gran vibración en el yunque de quienes son y han sido ya proveedores, ya receptores de los beneficios de la educación pública en nuestro país.

Entiendo que hay que remarcar esas dos palabras: Educación Pública, cuya definición debe ocupar, si no el primero, uno de los primeros puestos en el concierto de políticas de Estado.
La democracia de la que históricamente ha gozado nuestro país, es hija de la Escuela Pública, esa Escuela a la que José Pedro Varela dio forma, pero cuyos genes pertenecen a la “Escuela de la Patria” que Artigas impulsó en los años de su apogeo como estadista (1815).

Por fortuna, el Uruguay democrático se ha consolidado y la enseñanza pública ha seguido siendo su hilo conductor. Es cierto, ha desandado caminos y ha sabido de tropiezos, pero (salvo muy puntuales excepciones) no podrá decirse que ha tomado rumbos erráticos, ni ha sabido de estrepitosas caídas.

Prohijado por ese clima democrático, el sueño vareliano de que “La educación, como la luz del sol puede y debe llegar a todos…”, ha ido creciendo a través de la Escuela Pública que “ilustra” –como lo decía Artigas- y forma ciudadanos –como lo quería el propio Varela-. Lo puedo afirmar con conocimiento de causa, luego de haber andado casi cuarenta años por los caminos de las aulas (urbanas y rurales).

Sin embargo, no sospechaba siquiera, que el destino me haría recoger (ya concluida mi carrera docente) la hermosa experiencia de trabajar en Escuelas Especiales (discapacitados intelectuales, niños ciegos y de baja visión, etc.). Y quiero detenerme específicamente, en mis recientes pasajes por la Escuela Nro. 84 de Maldonado, la cual atiende a niños sordos y de baja audición. Luego de esta experiencia, he tenido el impulso de echar una mirada hacia atrás para ver que realmente, nuestra Escuela Pública ha venido dejando una larga y profunda huella. Una huella que no es –como en los versos de Machado- “sólo estelas en la mar”, sino una hendidura hecha con ese cincel llamado “Democracia” que asegura oportunidades a todos, incluso a aquellos cuyas carencias intelectuales o físicas, les impiden la “normalidad”.

A pesar de no contar con especializaciones específicas, he alternado como docente en una Escuela Especial para aquellos que “viven en el silencio” y se comunican con los gestos y las manos. Y créanme que no me ha resultado muy difícil desempeñarme. Lo he conseguido gracias a la impronta particular que tienen los educandos y al entorno cuasi familiar que tiene la Escuela, incluyendo el equipo docente muy peculiar y comprometido.

Sé que estos espacios educativos también se encuentran en otros puntos (incluso en Trinidad hay experiencias que contemplan especialidades) pero las fortalezas que he apreciado en estos lugares por los que ha recalado mi madurez física y afectiva, han movido a ambas de tal manera, que me han hecho escribir estas líneas, no con sentido descriptivo, sino con un espíritu catalizador, que sensibilice y modere pensamientos.
Estas reflexiones no son lisonja para nada ni nadie en especial; acaso sólo pretenden dar crédito a nuestra Educación Pública, muchos de cuyos méritos, a veces permanecen en el anonimato, pero que son vitales a la hora de profundizar su huella.

Cuando lo mediático nos trae a diario abominables vilezas que el hombre comete contra sus propios congéneres en aras de desmedidas ambiciones, y nos acerca la barbarie de un terrorismo que involuciona valores y principios, desangrando vilmente lo que a diversas zonas del globo les ha costado centurias para construir, rescato para nuestro molino la simiente que quiso sembrar “El Protector” y cristalizó nuestro “Reformador” cuando pensaron en una Escuela Pública democratizadora y de equidad.

Por eso, ¡cuánta satisfacción y orgullo he sentido últimamente al ver que a quienes “viven en el silencio”, nuestra enseñanza también los contempla como futuros hombres y mujeres de bien!

Porque a quienes hablan con sus gestos y oyen con su mirada, la educación pública, como la luz del sol, también les llega…

Y eso es LO QUE VARELA NUNCA SOÑÓ…

Junto a otros centros docentes, en zona de “La Cachimba”,
se encuentra la “ochenta y cuatro”, más que escuela, una familia.
Porque semeja un hogar, en el que niños y niñas
nos hablan con su silencio de gestos que son caricias.

Cálida y acogedora, en su estructura edilicia
no alardea arquitectura, porque la suya es sencilla,
y prefiere hacer alarde de lo que allí se conquista
cuando con afán y esfuerzo, el saber sopla su brisa.

Sus salones no son aulas, son espacios que concilian
templanza con entusiasmo y sobriedad con sonrisas,
para que las ilusiones que en toda alma se deslizan
se persigan día a día, con fe, sin pausas, ni prisas.

Al igual que en toda escuela, el pizarrón y la tiza;
igual que en cualquier cuaderno: las palabras y las cifras.
Igual que en cualquier escuela, escolares que se inician,
y otros mayores que egresan para enfrentar otra vida.

Varela en su escuela laica, obligatoria y gratuita
no soñó que del silencio, pueden surgir maravillas,
como si de entre las piedras pudiera abrir una orquídea,
o un barco llegar a hendir un témpano con su quilla.

Y no es sueño, es realidad esta escuela que cobija
con el cariño de madre y con celo de nodriza,
a niños que -como todos- de una escuela necesitan,
aunque hablen desde el silencio y lo escuchen con su vista.

José Andrade

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