El Frankfurtero

POR EJEMPLO:

Textos de FACUNDO
Un “clásico” de todas las épocas y más aún, en el comienzo de la mitad del siglo pasado, cuando quien esto escribe gastaba sus años de infancia.
Sin lugar a dudas, la ciudad de Frankfurt ha sido la cuna de este “bocado al paso”, seguramente el más ágil y popular en nuestra gente. Se le ha identificado con más de un nombre, pero el de “pancho” –tan breve como criollo- se ha impuesto, alejándolo del “gringo” original y más aún, del de “hot dog”, o “perro caliente”.
Lo cierto es que esa especie de salchicha, colocada en medio de lo que antes conocimos como “pan de Viena”, ha sido y sigue siendo un bocado especialmente atractivo para los chicos. Lo que las nuevas generaciones quizás desconozcan, es que antes de que aparecieran los “pancheros” ambulantes con sus “carritos”, o los modernos “maxicarros”, hubo un antecesor que ofrecía el clásico bocado, llevando sus ingredientes ubicados en recipientes que portaba sobre su torso. Desde luego, este frankfurtero se trasladaba a pie y sostenía su carga con una especie de sencillo “arreo” que dejaba sus brazos libres para despachar la mercancía.
Al primer –y quizás único- “panchero” con esas características, lo conocí cuando transitaba yo mis primeros años de infancia. Debió ser seguramente, durante un paseo matinal o vespertino de la mano de mi abuelo (ya he mencionado en alguna otra semblanza, que éste supo ser cuidador o “placero”) por los alrededores de la plaza principal.
Lo cierto es que del susodicho “panchero”, sólo recuerdo su figura no muy voluminosa y –para mi visión de niño- con porte de “viejito”. Sin embargo, con meridiana claridad, recuerdo al adminículo en el cual portaba su deseada carga (remarco lo de “deseada” porque en esos entonces, para un chico común, el hecho de saborear un frankfurter era un deseo pocas veces vuelto realidad).
El antiguo “panchero” de mis recuerdos cargaba algo así como tres coquetos termos metálicos (uno en el medio, más delgado que los otros dos). Los recuerdo con sus respectivas tapas y su esmalte exterior de color rosado, con su inscripción de color blanco anunciando el producto: “FRANKFURTERS”.
Puedo afirmar que, siendo niño, muy escasas veces tuve oportunidad de degustar un “pancho”, aunque faltaría a la verdad si afirmo recordar la primera vez que lo hice. Eso sí, puedo evocar con nitidez la mezcla de sensaciones que ello me produjo y que se reiteraría en las esporádicas veces que le sucedieron durante el resto de mi infancia. Porque a la expectativa inundada de ansiedad, se le agregaba la visión de los “termos”, que al ser destapados, liberaban un “humito” cargado de característico aroma. La expectativa crecía mientras el vendedor –pinza en mano- se aprestaba a extraer de uno de los recipientes, la “salchicha” y del otro, el “pan de Viena”. La emoción alcanzaba su punto culminante cuando el humeante embutido era colocado en medio del bizcocho que se extraía, ya hendido por el medio, y era aderezado con la mostaza que –creo- se almacenaba en el recipiente más delgado.
Recibíamos el “manjar” envuelto en una servilleta, dos de cuyas puntas opuestas en diagonal, eran unidas y torneadas con baquía por el frankfurtero, a efectos de evitar que la salchicha escapara del pan. Intentábamos prolongar el tiempo en que el pancho permanecería en nuestras manos, porque al observarlo entre ellas, aquel adquiría la dimensión de un manjar.
Hoy día, proliferan los “carros” (algunos dotados de gran confort) y los frankfurteros se han vuelto “sedentarios”, estacionados en lugares estratégicos. Se ha hecho innecesaria la incomodidad de llevar la molesta carga de “los termos” y además… los “panchos” son tan populares como abundantes y tan accesibles, que hasta los chicos pueden prepararlos en su hogar…
Puedo afirmarlo, porque…

Yo viví en aquellos tiempos
cuando salía un frankfurtero
con sus coquetos arreos
cargando sobre su cuerpo.
Eran esmaltados termos
que cuando se destapaban,
de su interior liberaban
lo que era nuestra dicha:
el aroma de salchichas
y el pan que ellos conservaban.

¡Qué misteriosa amalgama
ocultaba el frankfurtero,
quien despertaba el deseo,
cuando su estampa paseaba!
Nuestra mente se hacía esclava
del gusto que al paladar
le ofrecería el manjar
si se nos daba el milagro
de llevar a nuestros labios
lo que hoy, es tan popular.

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